domingo, 6 de septiembre de 2020

La Escritura

 

La Escritura va siempre por delante. Es así. No hablo de que primero llegan los pensamientos y luego se materializan en forma de palabras impresas sobre un papel o una pantalla de ordenador. No. Sobre eso pueden hablar los neurólogos o los filólogos (o los neurofilológos, si es que existe tal ocupación). Está claro que el pensamiento es anterior a la acción, pero no lo es tanto que nuestra voluntad se situe por delante de todo pensamiento.


Algunos estudios recientes sobre la relación entre la voluntad y el cerebro apuntan hacia la posibilidad de que el pensamiento sea anterior a nuestra voluntad. En otras palabras, que sea nuestro propio cerebro quien cree (o reciba, según veremos más adelante), antes de que nos demos cuenta, un pensamiento que crease la falsa sensación de autoría personal relegando el libre albedrío, tan discutido por científicos y teólogos en otras épocas, a una pura reacción química encerrada en nuestro cerebro.


Por otra parte, nada de todo esto se contradice con lo que experimentan genios, artistas o deportistas de élite cuando afirman que ellos (ellas) no tienen ni idea de cómo se produce el fenómeno artístico (en forma de cuadro, por ejemplo) o el deportivo (un lanzamiento triple o un gol desde una gran distancia). Más bien todo lo contrario. Cuando le preguntaron a Miguel Ángel cómo había creado ‘el David’, contestó que él únicamente se había limitado a eliminar las partes de mármol que sobraban del bloque original. Los genios no tienen ningún manual de genialidad. Simplemente entran en lo que los deportistas llaman ‘el flujo’ y se dejan llevar igual que ellos hasta que terminan su obra.


También encuentro bastante coherencia con el hecho de que los grandes artistas del Renacimiento lo fueran en grado superlativo en casi todas las artes excepto en la de transmitir a sus mismos discípulos su propia genialidad. No es de extrañar que esto último, la herencia artística por parte de maestro, no ocurriera prácticamente nunca: la genialidad no se enseña, se tiene. Alguien podría objetar que Mozart superó a su maestro. Sí. Pero no recogió el testigo de la genialidad porque su maestro no tenía ninguna. Era su maestro y jugó el papel que le tocó en esa función.


Así que, cuando empiecen a escribir y no vean asomar ni siquiera las palabras suficientes para escribir la primera frase, pueden pensar que no es su voluntad sino alguna otra superior.

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